Revista Personae

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Cuando las estatuas caen por tierra, los sueños se convierten en pesadillas

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Por principio, esta colaboración en Personae se dedica a comentar libros de todo tipo, aunque de vez en cuando trata otros temas. Como la actividad humana es tan disímbola no es posible circunscribir la escritura y la edición de libros como lo único para diferenciarse de los “irracionales” (es un decir).  Aunque hasta el Papa Francisco critica a quienes dedican todo su tiempo a acicalar a sus mascotas: perros y gatos en lugar de hacerlo con niños desamparados. Cada quien su conciencia.

En esta segunda entrega del año 2022 —lo que reafirma aquello de “el tiempo vuela”: lo que la Sonora Santanera original volvió música cuando Silvestre Mercado interpretó su gran éxito: “Dios perdona, el tiempo no”—, hago referencia a personajes de toda laya, en especial de políticos que “han caído por tierra”, unos en plenitud y otros que también conocieron el  suelo, también lo hicieron cuando ya eran figuras del pasado. Entre unas y otras consideraciones, en esta columna igualmente hablo de un volumen que en su edición original se titula Genius and Ink. Virginia Woolf on How to Read, y que en la edición española simplemente es Genio y Tinta.

 

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Aparte de las obras que le dieron eterno renombre, en la literatura inglesa como en la universal, la escritora suicida concibió ensayos tan famosos como Un cuarto propio (1929), que en la actualidad es fuente de inspiración para las nuevas generaciones de mujeres en territorio británico y fuera de él.

 

A Virginia Woolf (1882-1941) se le ha considerado como la última gran ensayista de la tradición británica. A los veintidós años de edad empezó a publicar sus primeras reseñas y ensayos de manera anónima buscando tanto un medio de vida como una continuación de sus lecturas, algo que hasta la fecha pocas personas —de cualquier sexo—, han logrado. En una vida siempre pendiente del hilo del equilibrio mental, su matrimonio con Leonarda Woolf representó cierta estabilidad emocional y sobre todo una gran relación literaria en torno a Bloomsbury y la pequeña editorial Hogarth Press. Virginia y su hermana Vanessa tras fallecer su padre, el conocido hombre de letras sin Leslie Stephen, abandonaron el elegante barrio de Kensington y se trasladaron al bohemio Bloombsbury, que bautizó al brillante grupo literario formado alrededor de las hermanas Stephen.  

 

Aunque su primera novela, Fin de viaje fue bien recibida por la crítica, su fama como novelista original no se confirmaría sino hasta la publicación de La señora Dalloway (1925). La relación entre los planteamientos críticos modernistas de los ensayos y su producción novelística es evidente en obras como Orlando (1928) o Las olas (1931).

 

La autora reunió sus ensayos literarios en dos series que tituló significativamente  El lector común (1925, 1932), si bien su voz más personal, articulada entre la novela y el ensayo, se puede escuchar en la famosa Una habitación propia (1928).

 

Mientras las librerías recibieron en las últimas semanas del fenecido 2021 ejemplares del libro de Virginia Woolf: Genio y tinta, Editorial Lumen (Penguin Random House Grupo Editorial), Barcelona, España, 226 páginas, $499.00, en la madrugada del 1 de enero de 2022, personas no identificadas derribaron en el centro de Atlacomulco, Estado de México, una estatua del presidente de México, Andrés Manuel López Obrador que apenas había sido develada el 29 de diciembre anterior, por el ex alcalde Roberto Téllez Monroy, de MORENA, horas antes de que terminara su gestión. Curiosamente, el ataque tuvo lugar en las primeras horas de la gestión de la nueva presidenta, de la alianza opositora PAN-PRI-PRD. La estatua se desbarató: la cabeza un lado, los brazos por otro y las piernas más allá. En su momento, el morenista (antes priista, como debe de ser) Téllez Monroy, presumió que los $65,000.00 costo de la escultura habían salido de su bolsillo. No es por nada, pero eso había que comprobarlo. Los morenistas, incluido su jefe “histórico” tienen fama de mentirosos y traidores. Eso sí, AMLO en alguna de sus primeras mañaneras del 22, aclaró que no era partidario de estatuas o de calles en su honor. El hecho es que pese a su modestia tabasqueña, dejó que Tellez develara su estatua en Atlacomulco, la patria chica de los priistas, donde vió la luz primera el santo laico de los tricolores mexiquenses, José Isidro Fabela Alfaro. El que permite, autoriza. Y cuando las estatuas caen, los sueños se vuelven pesadillas. Nada más, nada menos.

 

El vulgo —“bueno y sabio”, dice el inventor de la Cuarta Transformación—, al final de cuentas pone en su lugar a mandatarios y exmandatarios. Lo mismo ha hecho con otras estatuas de antiguos próceres nacionales:  sucedió con la dinamitada  estatua togada del “cachorro de la Revolución” —el primer presidente civil postrevolucionario—, el veracruzano Miguel Alemán Valdés, al que no le valió haber construido la aún moderna Ciudad Universitaria. A semejanza del lema guadalupano: “Non fecit taliter omni natione: No ha hecho cosa igual con ninguna otra nación”, ningún otro presidente mexicano después de Alemán Valdés ha acometido obra semejante. La estatua de 9 metros de altura, se encontraba en la explanada de la Biblioteca de CU. Después de varios intentos demoledores cayó por tierra. “Apenas lo justo”, dijeron los antialemanistas.

 

En 2006, unos “guerrilleros” —jamás descubiertos—, estallaron dos bombas en las instalaciones centrales del PRI, en la Ciudad de México, cerca de la antigua estación de ferrocarriles en  Buenavista. En el intento cayó de su pedestal el busto pétreo del fundador del PRI, el ex presidente Plutarco Elías Calles. Fue de pena ajena lo que hicieron en aquellos momentos varios dirigentes priistas, desde el presidente del CEN nacional, el queretano Mariano Palacios Alcocer (quizás el único que demostró orgullo por ser del PRI), hasta los dos jefes de las respectivas bancadas del tricolor, el senador  sonorense Manlio Fabio Beltrones, y el diputado chilango Emilio Gamboa Patrón, que asistieron a la ceremonia de reclamación por el atentado como si fuera un duelo mortuorio obligado. Así como la secretaria general del PRI en aquellos momentos, la diplomática, ya fallecida, Rosario Green Macías. Los columnistas políticos del momento no desaprovecharon la oportunidad. Pusieron pintos a los “históricos” líderes priistas. La debacle del PRI ya era absoluta aunque en 2012 recuperó la presidencia con el mexiquense Enrique Peña Nieto, de infausta memoria.

 

Once años más tarde, en octubre de 2007, un grupo de militantes del PRI, del PAN, del PRD, y de Convergencia Ciudadana, encabezados por diputados de los mismos partidos, lazaron con varias reatas una estatua del ex presidente panista Vicente Fox Quesada, instalada en el boulevard del mismo nombre en la ciudad Boca del Río, Veracruz; la jalaron hasta derrumbarla. Los iracundos ciudadanos dijeron que la estatua era una ofensa para la comunidad. Y sanseacabó. Efímera es la gloria estatuaria sea de Miguel Alemán Valdés, Plutarco Elías Calles, Vicente Fox Quesada, Andrés Manuel López Obrador, o quien sea.

 

De tal suerte, mejor retornemos al Genio y tinta de Virginia Woolf. En el que la autora del Prólogo: Una lectora insumisa, Ángeles Caso explica que “Si algo nos enseña Virginia Woolf sobre el arte —que lo es, o más bien debería serlo—, de la lectura, es a apartar de un manotazo las frustraciones, la mala baba, las envidias el estúpido deseo de que el otro o la otra escriba exactamente-como-yo-considero-que-se-debe-escribir-y-si-no-es-así-no-vale-para-nada”. He ahí la diferencia entre política y las letras, jamás se pueden comparar, aunque usted ya sabe quien, se desgañite, cuando le conviene, al referirse a la “noble tarea de la política”. Por eso las estatuas de los políticos suelen desaparecer más fácilmente que las letras. Estas llegan a sobrevivir muchos, muchos siglos. Los ejemplos sobran.

 

Continúa Ángeles Caso: “Woolf nos cuenta que leer es siempre un placer. Que una puede seguir extrayendo piedras preciosas de cada página incluso después de pasarse meses y meses leyendo a los aburridos autores dramáticos del reinado de Isabel I. Que, si no dejas que tus prejuicios te lo fastidien, cada libro elegido es un tesoro que llena tu vida de fulgor y hace que el tiempo nunca transcurra en balde, dejándote sola ante el vacío al final del recorrido. Ella, por el contrario vivió rodeada de viejas amigas con las que chismorreaba incesantemente —Charlotte Bronte, Jane Austen, Aphra Behn, George Eliot (seudónimo de Mary Ann Evans), y de encantadores caballeros —Ben Johnson, Milton, Tenneyson, Conrad, Shakespeare—, que no dejan de coquetear con ella un poco”.

 

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Sin embargo, no hay que equivocarse. “…Para Virginia Woolf los libros nunca fueron un refugio, el nido al que acudes corriendo en busca de un poco de tibieza, cuando las cosas ahí fuera se ponen feas. Por el contrario, la lectura era para ella el acto supremo de insumisión, la mejor manera de hacer frente a la violencia siempre dominante con un gesto callado pero lleno de desafío. Era el fuego de Prometo, la mayor de las provocaciones contra el —injusto— orden constituido. Leyendo, Woolf se enfrentaba al mundo tal como todos se empeñaban en que debía de ser, lo deconstruía, lo arrasaba hasta en sus cimientos, y desde ahí, desde las profundidades otra vez vírgenes, partía hacia un nuevo orden diferente, plantando así cara al inagotable cinismo de los que se consideran amos de los dioses”.

 

Como conclusión de su prólogo, Caso cita unas frases de Virginia dichas en una de sus conferencias, mediante las que expresa el carácter revolucionario que para ella contenía la lectura: “A veces he soñado, solo soñado, que el día del Juicio Final, cuando lleguen los grandes conquistadores, los grandes legisladores, los grandes hombres de Estado para recibir sus recompensas —sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados para siempre en el mármol imperecedero—, el Todopoderoso, al vernos llegar a nosotros con nuestros libros bajo el brazo, se volverá hacia Pedro y, no sin cierta envidia, le dirá: “Mira, estos no necesitan recompensa. Aquí no tenemos nada que darles. Han amado la lectura”.

 

Y Francesca Wade, encargado de la Introducción del volumen, remacha: “Woolf insistía en que los libros cobran vida al toparse con un lector y cambian con cada lectura. Nuestras impresiones acerca del mismo libro a lo largo de la vida escribió, podrían conformar nuestra propia autobiografía: el arte solo logra sobrevivir si las nuevas generaciones descubren como algo fresco y encuentran un placer nuevo en él. Las reseñas de Woolf merecen con creces ser consideradas obras de literatura, que vale la pena leer y releer por sí mismas. Pero en cuanto terminamos este libro, la autora nos manda a las estanterías, ávidos de ver lo que ella vió y de descubrir qué sentimos nosotros”.

 

De ahí que, entre las estatuas y los libros, prefiero los últimos. Las estatuas que caen por tierra casi imposible que un día levanten la cabeza, mientras que los libros que se han quemado vuelven a ser impresos una y otra vez. Ahí sí, hay diferencias. Lo demás son pretensiones de aprendices de todopoderosos. VALE. 

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