Muere Mario Vargas Llosa, el hombre que nació para escribir y buscar la libertad
- EXLIBRIS
- Bernardo González
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Pocas personas tienen la suficiente entereza para valorar la noticia de que en poco tiempo tendrán que acatar el llamamiento de la parca que pondrá fin a sus días en la Tierra. Y, además, puedan disponer de las postreras jornadas, algo difícil de lograr, que los familiares obedezcan lo que disponga para el tramo final: la disposición de su cuerpo convertido en cadáver. Sin faramallas ni ceremonias circenses oficiales, como se acostumbra con personajes públicos y de la farándula. Sin duda, el personaje en cuestión era conocido en medio mundo, a veces más por el escándalo que por haber leído lo que escribió que no fue poco.
Jorge Mario Pedro Vargas Llosa, “i marqués de Vargas Llosa”, el escritor peruano nacido en Arequipa, Perú, el 28 de marzo de 1936, que tuvo la nacionalidad española desde 1993 y la dominicana desde junio de 2022, fue una de esas personas privilegiadas, que recién murió—donde eligió, motu proprio, terminar sus días— el 13 de abril del año en curso en Lima, capital de su país natal.
Creo que la libertad fue la verdadera motivación para la literatura del mejor escritor iberoamericano de la historia; que se significó, pese a las envidias de propios y extraños, como un hombre universal: dedicó la mayor parte de su vida a escribir la “comedia humana” del siglo XX y de la parte que le tocó del XXI en busca de la libertad. El moderno Honorato de Balzac en castellano fue un ser privilegiado, aunque a muchos hispanoparlantes les molestó su éxito en casi todas las empresas, excepto la de político.
El fallecimiento del genio que pergeñó su mejor libro, La guerra del fin del mundo, dio pie para todo tipo de comentarios, desde los que presumieron que eran íntimos del creador de un vasto corpus literario que supo mezclar ficción, historia y política, hasta los que juran y perjuran que fueron testigos del derechazo —y no solo testigos, sino que supieron las razones del golpe que tanto enojó al peruano, ¡por Dios!— que le puso el ojo moro a su compañero del boom latinoamericano, el colombiano Gabriel García Márquez, que recibiría también el Premio Nobel de Literatura. Episodio baladí para algunos nietos de peruana que no se cansan de restarle importancia al corto match boxístico en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México que dio pie para que Elena Poniatowska —la periodista sobrina de Pita Amor que aristocratizó a la intelectualidad mexicana—, le comprara un bistec a Gabo para el lastimado ojo izquierdo del creador del mundo mágico de Macondo narrado en Cien años de soledad. Tanto el tremendo golpe que echó por tierra al Nobel colombiano como la aparentemente fútil frase “la dictadura perfecta”, tienen más trasfondo de lo que asegura el ajonjolí de todos los moles —al que solo le falta haber sido testigo de la firma del acta de independencia de México—, y que ha repetido hasta la náusea en todos los medios en donde cobra su obligado estipendio.
No tuve la suerte de otros. Nunca lo saludé, ni de cerca ni de lejos. Nunca me firmó un ejemplar de sus innumerables libros. Ni el de la edición especial que conservo como paño en oro de la primera edición en pasta dura y su caja correspondiente de La guerra del fin del mundo. La historia de la aparición de esta novela —el mismo día en Madrid, Barcelona, New York, México, Lima y Buenos Aires en 1981–, algún día la contaré. Vale la pena. Esa fue la “relación” más cercana que tuve con Vargas Llosa, aparte de la lectura de varios de sus libros: novelas, ensayos, y columnas periodísticas que disfruté la mayoría. De algunos títulos vargallosianos publiqué algunas EX LIBRIS, incluso en Personae.
Por mera casualidad, con esta columna reanudo mis colaboraciones después de algunos problemas de salud. Por lo mismo, mi preocupación era escribir (perdón por la inmodestia), algo que pudiera tener interés para los lectores. Por fortuna, mis artículos en este magazín cuentan con lectores familiares. Uno de ellos es mi nuera, Mara, esposa de mi hijo Bernardo, que viven en EUA, como tantos otros millones de mexicanos. Con motivo de la muerte de Vargas Llosa, Mara me escribió una carta contándome cómo llegó a ser devota lectora del fallecido Nobel de Literatura. Su historia del descubrimiento del escritor peruano y su afición por leer sus obras me caló. Creo que sus conceptos sobre la literatura del genial novelista representan al lector amante de las buenas letras. No es mercantilista, ni militante de ninguna facción intelectual ni política. Después de pedir su aquiescencia para reproducir su escrito, incluyo en esta EX LIBRIS, las razones de una lectora que sabe apreciar a un excelente escritor y a un buen (buenos) libro.
Cuenta Mara: “Yo conocí a Mario Vargas Llosa por azar. Fue en una librería Borders en Michigan, ya desaparecida, que tenía una sección diminuta de libros en español. Esa sección no medía más de un metro. Ahí encontré un título que me llamó la atención. Los cuadernos de don Rigoberto. No sabía de qué se trataba, pensé que quizás era sobre un niño con un cuaderno. Lo compré sin pensarlo. Y qué delicia de libro. Qué provocación, qué juego tan fino entre arte, sensualidad y palabra. No sabía quién era Egon Schiele, el pintor que aparece entre sus páginas, pero desde entonces, no sólo lo conocí, lo sentí parte del del tejido mismo de la historia. Esa mezcla de picardía, erotismo e inteligencia me atrapó para siempre. Ahí nació mi amor por Vargas Llosa”. (Acoto la declaración de Mara: resulta que por razones intangibles al peruano se le quería o se le rechazaba, sin medias tintas, no había de otra, quizás por su forma de escribir, de decir o de platicar. Vaya usted a saber).
“Después vino La tía Julia y el escribidor, y ya no paró. Escarbaba sus títulos, los tocaba, los devoraba. Y cada vez que conocía a un peruano me emocionaba hablar del barrio Miraflores, del léxico que descubría en sus libros —como cuando entendí que para ellos “cachar” no significaba lo mismo que para nosotros los mexicanos”.
“Así, página tras página Vargas Llosa me cautivó. Me enamoró”.
“Vagas Llosa creó mundos enteros con inteligencia, sensibilidad, humor y una honestidad brutal. Su obra es brillante, crítica, sensual, viva. La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral, Pantaleón y las visitadoras, La guerra del fin del mundo… son novelas que se quedan dentro, no por lo que él dijo en entrevistas o columnas, sino por lo que supo construir con palabras”.
“¿Por qué queremos encasillar siempre a los artistas? ¿Por qué exigimos que su vida se alinee con nuestras ideas para permitirnos disfrutar su obra? El arte no es un voto de confianza personal. Es un regalo”.
“¿Vamos a dejar de leer a Gabriel García Márquez porque fue amigo de Fidel Castro? ¿O a Borges por su simpatía con ciertas figuras conservadoras? ¿O a Picasso por su vida amorosa caótica? No. El arte no busca redimir al ser humano ni exigirle perfección moral. El arte es un lenguaje más profundo. Es otra cosa”.
“Yo me quedo con la historia tan hermosa, tan mía. Mi historia tiene algo mágico. Ese primer encuentro fortuito con Los cuadernos de Don Rigoberto en un rincón mínimo de una librería ya extinta, en otro país, suena casi como un guiño del destino. Como si ese libro me hubiese esperado ahí, escondido, para abrirme una puerta a otro mundo”.
“Que viva la novela. Que viva el arte. Que viva la contradicción humana que lo engendra”.
“Y que viva Mario Vargas Llosa que por algo ganó el Nobel. Porque lo merecía”.
“Adiós, maestro de Conversación en La Catedral, cronista de La Ciudad y los perros, cómplice de La tía Julia y el escribidor, y soñador incansable como El pez en el agua. Que allá donde vaya siga escribiendo con la tinta traviesa de Pantaleón y las visitadoras, y el corazón rebelde de La fiesta del chivo”.
Gracias, Mara.
Nadie es perfecto, pero del peruano, como escriba, puede decirse que lo era. Hasta algunos de sus “malos” escritos —todos los que se dedican a la dignísima profesión de escribir los tienen—, son mejores que muchos de los actuales autores de México y del resto de Hispanoamérica. Por lo mismo Vargas Llosa concitó la envidia —hasta el odio—, de muchos intelectuales de izquierda y de derecha. De todo hay en la viña del señor. Con solo leer la nota del gobierno mexicano lamentando la “sensible” muerte del escritor se puede valorar la “servidumbre humana” de la clase política. Bien lo dijo el propio Vargas Llosa en El pez en el agua: “La política real la que se vive y practica día con día, tiene poco que ver con las ideas, los valores y la imaginación y, para decirlo con crudeza, con la generosidad, la solidaridad y el idealismo”. Con la muerte de Vargas Llosa, el boom latinoamericano se apagó, como él mismo lo decía.
Hoy por hoy, Iberoamérica no cuenta con el “escribidor” que llene el lugar que ocupaba Vargas Llosa, y el sillón L de la Real Academia de la Lengua contará con el prestigio literario del Nobel de Literatura que acaba de fallecer.
Personaje casi de novela, que disfrutó de la vida en el mejor de los sentidos, declaró en una entrevista a Jorge Ramos Ávalos: “A mí no me da miedo morir…Yo creo que la muerte es responsable de las mejores cosas de la vida. La vida, si no existiera la muerte, sería muy aburrida”. Hasta pronto. VALE.