Revista Personae

DE LA PLAGA ANTONINA

A la pandemia del coronavirus

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¡Ojalá que cuando aparezca esta columna sea cosa del pasado la criminal presencia del Covid-19 (Coronavirus desease-19: Enfermedad del virus 2019)! El ser humano es de muy flaca memoria, la historia así lo demuestra. Muy pronto olvida los estragos que provocan los virus y las bacterias que provocan la muerte de miles y miles de mujeres y varones, de ancianos y de niños, y, de los infectados que no siempre recuperan la salud, condición esencial para que la vida continúe en la Tierra.

 

Desde que nacieron los seres humanos, siempre han tenido un enemigo mortal: la muerte originada por esos «bichos» –que solo con microscopios pueden verse–, que normalmente pasan inadvertidos hasta que un mal día, nadie sabe por qué, atacan los signos vitales y abur. Antes todo estaba relacionado con el buen o mal humor de los dioses: vivir o morir. Hasta que un investigador descubrió la mejor forma de combatirlos y vencerlos: con vacunas que posibilitan que los descendientes de los homínidos continúen respirando y viviendo. Tan simple como eso. Para lograrlo se necesitaron muchos siglos. Conforme pasa el tiempo, los ciclos de los virus se van acortando, y los seres humanos continúan la lucha para mantenerse vivos sobre la Tierra, aunque, al mismo tiempo, persisten en acabar con las condiciones básicas de la vida. La destrucción del medio ambiente. El gravísimo problema de la época actual. Así somos y, por lo que se ve, seguiremos siendo.

Caso por caso, siempre vivimos rodeados de «enemigos», visibles o no. Desde muy pequeños escuchamos la palabra mágica: VACUNA. Infortunadamente no todos los habitantes del planeta tienen la fortuna de aprovecharlas. Aunque muchos mexicanos no lo crean, nuestro país ha sido privilegiado en esta materia desde la década de los 40 del siglo pasado, los primeros gobiernos postrevolucionarios dispusieron campañas de vacunación a nivel nacional. Tuvieron éxito. Pero, esa es otra historia. Al toro.

Los virus y el ser humano han ido de la mano, relación milenaria y literal. Se desconoce cuándo sufrió la humanidad la primera peste, epidemia o como usted guste llamarla. Cuando el Imperio Romano ponía sus primeras piedras, los virus ya habían acabado con otros imperios. Sombras oscuras arremetieron sigilosamente contra Roma, la fundadora de la civilización occidental. Junto con las legiones que regresaban de Oriente –siempre el Lejano Oriente, sin ánimos racistas –, venían también pestes que diezmaron a cientos de miles de personas.

 

No hay datos precisos sobre esas tragedias. Sabemos que durante décadas los dirigentes imperiales trataron de ayudar a los enfermos que rondaban no sólo por la bota italiana (lo que está sucediendo ahora no es un símil, sino las polvaredas de aquellos lodos, los italianos tienen mucha historia), sino por las provincias vecinas. Viejos cálculos recuerdan que para el año 189, más de 23 años después de haberse introducido la plaga en Europa, aún continuaban falleciendo cotidianamente centenares de personas solo en Roma, città aperta (Roma, ciudad abierta, película de 1945, el año del fin de la Segunda Guerra Mundial, dirigida por Roberto Rossellini).

En mis lejanos días de seminarista, en Xalapa, al llegar al Seminario Mayor en la calle de Úrsulo Galván número 82, el inolvidable maestro de italiano, Librado Basilio Juárez (que había estudiado en el Pio Latino de Roma), un día nos proyectó el filme de Rossellini que para entonces ya era considerado una de las dos obras maestras del neorrealismo italiano. En mi personal traducción, de «città aperta», siempre consideré que aparte de ser «una ciudad abierta», a Roma –la ciudad eterna–, llegaba y salía todo mundo, no había rejas ni muros que impidieran el ingreso. Como los virus, que no piden permiso para arribar, ni para salir. El coronavirus es buen ejemplo.

El otro filme de la selecta lista del neorrealismo italiano es Ladri di biciclette (Ladrón de bicicletas, de 1948), dirigido por Vittorio de Sica, basado en la novela homónima escrita por Luigi Bartolini, que se basó en la historia verídica del sacerdote Luigi Morosini, torturado y muerto por los nazis por ayudar a la Resistencia. Simples breviarios culturales.

 

Dicen los investigadores actuales que la plaga que afectó el Imperio Romano en el año 189 fue viruela o sarampión. Aunque los efectos de la plaga se sufrieron en la ciudad fundada por Rómulo y Remo hasta el año 166, los orígenes de la misma se observaron por vez primera en 165 durante el asedio de Seleucia. En esta operación militar un sinnúmero de soldados perdieron la vida, no en el campo de batalla sino quebrantados por la peste en improvisadas tiendas de campaña. 

Según relata Cornelius Tácito, Seleucia fue una región conquistada en 141 (a.C.), por Mitríadas de Partia. Dicha ciudad estaba a orillas del río Tigris, en la Mesopotamia (ahora Irak, que colinda con la tierra de las hermosas mujeres, Siria: «Allá en la Siria hay una mora, que tiene los ojos más lindos», cantaba el cubano Barbarito Díez, el sensual danzón titulado «La Mora»), y era una enorme urbe para la época con 600,000 habitantes gobernada por un Senado de 300 hombres, según narra Tácito, que además escribió en detalle sobre sus colosales murallas. Investigaciones muy recientes, por cierto hechas por arqueólogos italianos, demuestran la majestuosidad de esas obras.

El asedio de Mitríadas fue agobiante y lento, y los históricos legionarios romanos debieron pasar por infinidad de días (semanas, meses, años) en una ciudad improvisada de tiendas de campaña. Caldo de cultivo óptimo para que se diseminara la peste. Socialmente esta plaga caló muy hondo en la cultura romana. Momento propicio para el surgimiento de charlatanes y supuestos magos que ofrecían curas milagrosas que circulaban por las calles de las ciudades italianas. Quizás estos personajes fueron el origen de los que en México conocemos como merolicos o los flautistas de Hamelin, que todavía engatusan al populacho con tanto poder de convencimiento que a veces llegan a ocupar puestos tan importantes como la Presidencia de la República. Los malos ejemplos perviven. El escritor Luciano de Samosata los inmortalizó con un poema sobre uno de estos charlatanes «que ofrecía el oro y el moro» y se refería a los hogares que quedaban vacíos y en cuarentena a causa de la viruela o el sarampión. Como en el famoso tango: «La madre muerta, el padre muerto, Los cuatro niños muertos también. El de fatiga, ella de angustia, ellos de frío, de hambre y de sed».

 

Como ha sucedido siempre, en la antigüedad y ahora, los virus no perdonan status social. Se cree que el famoso emperador Marco Aurelio murió en Viena durante su campaña contra los bárbaros germánicos a causa de una enfermedad relacionada con la peste. En el museo romano dedicado a la época y vida de Marco Aurelio, recuerdo una hermosa columna en la que están grabadas en alto relieve sus batallas y sus triunfos, así como las pilas de cadáveres regados por las calles. Como dice en La Vulgata: «Nihil novum sub sole: Nada nuevo bajo el sol».

Lo dicho, las epidemias y las pandemias han ido de la mano del hombre. En la antigüedad y en la modernidad. La primera del siglo XXI –el Covid-19– es impresionante por su rapidez y su amplitud. Muchos escritores le dedicarán sus esfuerzos. Habrá que esperar para leerlos.

 

El propósito de esta columna es recomendar algunos títulos para leerlos en la cuarentena. En periodos de profunda angustia colectiva, echar mano de la literatura (o libros de cultura general) puede resultar buena terapia. Parece que es lo que ha ocurrido en Francia, Italia, España golpeados por la pandemia «de moda», el coronavirus, donde en lo últimos días se registró notable aumento de las dos novelas de sendos Premios Nobel de Literatura, La peste, de Albert Camus, y Ensayo sobre la ceguera, de José  Saramago. Francés el primero, nacido en Argelia, y portugués el segundo.

 

Refugiarse en la literatura como fenómeno sociopolítico para superar mejor una catástrofe ya se ha visto en otras ocasiones. Tras los graves atentados de París del 13 de noviembre de 2015, se incrementó la demanda de París era una fiesta, del también Nobel de Literatura, el estadounidense Ernest Hemingway, como catarsis para recuperar el optimismo y no sumirse en la obsesión de la amenaza yihadista. O, hace un año exactamente por el incendio de la catedral de Notre Dame de la Ciudad Luz, renovó la atención de los lectores para la novela de Víctor Hugo, Notre Dame de París.

 

La verdad, desde el título no es extraño que La peste, de Camus sea uno de los libros seleccionados para los días que corren, en todo el mundo. Pero hay unos cuantos más de los que los lectores pueden echar mano para los tiempos de pandemias y acuartelamientos, desde el Diario del año de la peste, del inglés Daniel Foe, mejor conocido por su seudónimo Daniel Defoe, autor, como todo mundo sabe, de Robinson Crusoe, y una de cuyas frases sirvieron para que Camus comenzara La peste, al Decamerón del italiano Giovanni Boccaccio, con sus cuentos eróticos, ingeniosos, vitales y también trágicos  ambientados en la peste bubónica de la Florencia del 1348. O Edipo Rey de Sófocles, con Tebas asolada por la epidemia, a la Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides, con impresionantes narraciones sobre la peste en Atenas.

En la lista de este tipo de libros, está el Diario de otro inglés, Samuel Pepys, con motivo de la Gran Peste de Londres de 1665, durante la guerra con Holanda. El volumen incluye temas de futuro bastante curiosos: «Me pregunto qué pasará con la moda de las pelucas cuando acabe la plaga, pues nadie se atreverá a comprar cabello por miedo a la infección, por si se lo han cortado a gente muerta por la plaga». 

Las epidemias literarias tienen sus ciclos, en los setenta del siglo XX los virus venían del espacio, en los ochenta y los noventa fueron los de las gripes asesinas, y luego llegaron los zombis, que a mí, en lo particular me dan asco.

Otro título de actualidad viral es El amor en los tiempos del cólera, de otro Nobel, el colombiano Gabriel García Márquez, que aunque es sobre todo una historia de amor, la plaga tiene su papel. García Márquez cuenta también con el Diario del año de la peste, sobre el que alguna vez declaró: «Las plagas son peligrosamente imponderables que sorprenden a la gente. Parecen tener una cualidad de destino, un fenómeno de muerte en gran escala». Cuestión de gustos.

 

Para poner punto final a esta larga columna, hay que citar una de las primeras obras pandémicas, El último hombre, de la pluma gótica de Mary Shelley, la creadora de Frankestein. En el primero, el final feliz está en la vacuna –tal y como ahora todo mundo trata de que alguien la perfeccione lo más rápido posible–, que contribuye a aliviar miedos ancestrales: sí, es una amenaza real, pero podemos vencerla. Y la humanidad, aunque sea diezmada, sobrevive. Y como decía el autor de Cien años de soledad: «hacen que la gente quiera vivir más». Todos los autores citados hablan de plagas, epidemias, pero también de algo más. Y ese algo más asusta. ¿Se imagina un mundo donde nadie muriera?

 

La bibliografía sobre el tema es muy abundante, pero por hoy es más que suficiente. VALE.  

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