EL INSTANTE ETERNO
Aquí y ahora, pero sin tanta prisa
- MISCELÁNEO
- diciembre 2020
- Karla Aparicio
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Soy Karla Aparicio y soy de Jalisco
Les voy a contar una historia, de una niña que nació con prisa. Desde muy pequeña, cualquier tarea la tenía que terminar rápidamente, no para ser la primera en entregar, sino para tener tiempo para hacer más. ¿Más de qué? Ni ella lo sabía. A los quince años, organizaba eventos masivos cobrando ella la entrada. A los diecisiete, decide salirse de la preparatoria para terminar bajo el sistema de “prepa abierta” y asistir sólo dos horas al día para poder hacer más cosas: pensaba que perdía tiempo al estar en un salón de clases durante seis horas. Como ya tenía “más tiempo”, ingresó a una escuela de diseño gráfico que solamente consumía dos de sus horas diarias, aunque cabe señalar que sí le apasionaba y le daría una carrera técnica; de ahí corría a ejercitarse y aún le sobraban horas para poder hacer “sus negocios”.
Antes de cumplir la mayoría de edad (18 años), entró a la universidad, eligió una carrera donde no existían las vacaciones, la finalidad era terminar en solo tres años la licenciatura, y al salir de las clases se iba a TELEVISA, donde ya para entonces era conductora de un programa.
A media carrera, encuentra a su príncipe azul y con solo diecinueve años, y sin estar embarazada, ¡se casa! ¡Lo juro! Se casó porque había encontrado “el amor” y para qué esperar si llevaba prisa. Tras 24 meses, nació su primer bebé y terminó la licenciatura. Año y medio después nace su segundo hijo, y a los 25, llegó el pilón inesperado.
Para ese momento, el panorama era el siguiente: Una mujer de 26 años con 3 hijos, 2 carreras y un negocio de más de 30 empleados con miras a divorciarse de su príncipe azul, porque él no le aguantaba el paso…. Así siguió, con mucha prisa, hasta que un día la vida le puso un alto. Porque hasta la vida misma se había cansado de seguirla. Fue entonces, cuando por fin llegó la conciencia, afortunadamente, porque hasta yo estoy exhausta de escribir esta historia.
Esa niña era yo. Era como el conejo de Alicia en el país de las maravillas, corriendo de un sitio a otro sin parar. ¡Amaba la adrenalina! Pero la vida me llevó a comprender que la velocidad es una manera de no enfrentarme a lo que le pasa a mi cuerpo y a mi mente, de evitar las preguntas importantes y de impedir conectar con mi interior.
No sé en qué parte de mi cabeza, o en qué momento de mi vida entró esa idea de quererme comer el mundo a velocidades aceleradas, creo que relacionaba –en ese entonces– la prisa con el éxito. Pero no solo soy yo. Hoy mucha gente así lo siente, solo basta mirar a nuestro alrededor: queremos adelgazar rápidamente, queremos respuestas rápidas, queremos vivir más en menos tiempo, queremos ver y probar más apresuradamente. ¿Por qué actuamos así? Son muchos los motivos, uno es porque estamos siguiendo la presión de la sociedad. Vivimos en una sociedad que relaciona el ir con prisas con algo muy positivo, si no me creen, voy a poner un ejemplo:
Imaginen a una mujer ejecutiva, muy bien vestida, con portafolio, caminando a toda prisa viendo su reloj, esquivando a las personas. Muy probablemente pensaremos que es alguien de negocios muy atareada, que no puede perder ni un solo segundo porque a donde se dirige la necesitan de vida o muerte. Tenemos una imagen muy positiva de ella. Ahora veamos a la misma mujer ejecutiva con portafolio, caminando a un ritmo muy pausado, viendo los aparadores, muy relajada, ¿qué pensaríamos? que está fingiendo ser alguien exitoso, pero que no lo es. Por lo general, lo asociamos con alguien que no tiene nada qué hacer, que está perdiendo el tiempo. Y probablemente puede ser lo contrario, quizá la que va de prisa es alguien con mala capacidad de organización, que por no haber podido planear su día va corriendo, porque no ha encontrado otra manera de llegar a su cita; y la otra mujer que va más tranquila, tal vez sea una gran empresaria que supo planearse, una excelente profesional que con todo el tiempo del mundo sabe planificar y por eso puede llegar a su cita, porque tiene tiempo, porque previamente se lo ha ganado.
Al final, estas prisas hacen que nos perdamos de lo que tenemos a nuestro alrededor, no disfrutamos el proceso, ni el camino, y acabamos engañándonos a nosotros mismos de que ‘más rápido es mejor’, y no es así.
El silencio y el descanso -dos necesidades básicas-
Prácticamente se han convertido en un lujo. Esa prisa en realidad nos resta capacidad de goce y de placer, nos impide disfrutar de los pequeños detalles. “Nuestra cultura nos inculca el miedo a perder el tiempo, pero la paradoja es que la aceleración nos hace desperdiciar la vida”, Carl Honoré.
Este estado de hiperactividad nos lleva a vivir en piloto automático, dedicando toda nuestra energía a metas externas que se oxidan con el paso del tiempo y nos hacen olvidar cuáles son las cosas realmente importantes de la vida.
VIVIR DE PRISA NO ES VIVR, ES SOBREVIVIR
Vivimos en una sociedad que se mueve rápidamente. Se mueve a tal velocidad que nos impide pensar, analizar, a ser críticos de lo que nos rodea. Una sociedad en la que bajar el ritmo y no ir corriendo, llega a ser un acto casi molesto para los que van de prisa… A veces, hace falta pausar y preguntarnos si esta es la vida que queremos vivir y si estamos viviendo al ritmo que nos merecemos, porque ¡cómo cansa ir a alta velocidad!
¿Cómo podemos hacerlo? Primero estar conscientes de que no siempre que corremos, lo hacemos por algo justificado; que no siempre ese ritmo que nos impone la sociedad es el correcto para nosotros. Debemos ser críticos con nosotros mismos y con la sociedad que nos rodea, para de esa manera, vivir la vida que queremos vivir.
Existe otra forma de vivir
Si queremos vivir en sociedad, a veces no tenemos más opción que ajustarnos a la prisa moderna. No tenemos muchas alternativas, sobre todo en el trabajo. Sin embargo, debemos asegurarnos de que no se convierta en nuestra forma de vida. Debemos proteger con devoción el derecho a poner nuestra vida en cámara lenta para disfrutar de lo que anhelamos y de lo que obtenemos, gozar la vida tranquilamente y, sobre todo, sin culpas.
En el budismo existe un concepto muy interesante que puede convertirse en una especie de antídoto contra la prisa, le llaman: “el instante eterno”. Muchos lo sabemos. Sin embargo, nuestra prisa hace que lo olvidemos. Según esta filosofía, si vivimos plenamente presentes en el aquí y ahora, pasado y futuro se difuminan. Cuando somos plenamente conscientes, cuando nuestra mente no está en la prisa o en lo que nos falta por hacer sino en lo que estamos haciendo, disfrutamos más.
Entonces, la vida deja de ser una carrera de obstáculos a vencer y se convierte en una maravillosa realidad a experimentar. Es un cambio, créanme, a mí me ha valido mucho la pena, hoy disfruto cada momento en cámara lenta, y eso me permite acomodar muchas cosas, sobre todo mis prioridades. Confieso que aún me gana (muchas veces) mi antigua forma de vivir de ir corriendo, pero el dejar la prisa cada vez que puedo, me permite ese maravilloso espacio que me incita a la reflexión… y a la creatividad.