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En agosto nos vemos, pese a los expresos deseos de García Márquez

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Los grandes escritores, incluso algunos Premios Nobel de Literatura (lo que no significa que todos hayan sido auténticos maestros en el arte de escribir), como sucede con las medicinas, con los vinos, con las comidas y con tantas otras cosas que nos rodean desde que nacemos hasta que morimos), tienen fecha de caducidad. De los miles de millones de seres humanos que pueblan la Tierra, una ínfima cantidad nacen privilegiados por los dioses con la divina gracia de saber escribir, en cualquiera o en varios de los idiomas que son la llave de la comunicación entre hombres y mujeres. Pero —ese “maldito, pero” que siempre salta cuando menos se le espera—, los “escribidores”, como se auto llama el PNL de origen peruano, Mario Vargas Llosa, en un gesto muy poco común (la soberbia los mata), entendió que los escritores tienen fecha de caducidad, que se cumple cuando las facultades creativas los abandonan —no por flojera o la sequía de la inspiración—, sino porque la memoria, “la mejor herramienta para realizar mi trabajo profesional”, se hace a un lado y ni se despide. Simplemente se queda en la cuneta, y abur. Así le sucedió al colombiano Gabriel García Márquez, el percance de la desmemoria lo fue sintiendo, poco a poco. Y a la manera del juego de beisbol, se acabó cuando se acabó. Y lo que quedó en los cajones del escritorio, con correcciones y sin ellas, ya no fueron lo mismo. Esto sirve, esto no sirve, aunque las hojas manuscritas lleven su firma más conocida; GABO. García Márquez supo, antes que nadie, que sus facultades mnemotécnicas habían llegado a su fin. Lo intuyó, en firme, desde que puso punto final en la última hoja de Memorias de mis putas tristes. El último relato que publicó en vida el originario de Aracataca. Entonces voló la última mariposa amarilla. Lo demás ya es historia.

 

En agosto nos vemos, pese a los expresos deseos de García Márquez

 

El ciclo creador del colombiano había llegado a su fin. Lo mismo que el ciclo de vida que le tocó disfrutar. Como se decía en las noveletas de vaqueros firmadas por Marcial Lafuente Estefanía: sus “días estaban contados”. Y lo estuvieron. En 2004 —hace 20 años— publicó en vida su última obra de ficción: Memorias de mis putas tristes. Cuando terminé de leer ese libro, escribí en una EX LIBRIS: “Este ya no es el Gabriel García Márquez de Cien años de soledad, ni el de El amor en los tiempos del cólera, ni el de El coronel no tiene quien le escriba. Fue cuando entendí lo que me dijo uno de mis amores perdidos: “todo lo que comienza termina”. Y ni el creador nos aseguró que García Márquez “sería eterno”.

 

Desde marzo de 1999, los devotos del Nobel de Literatura supimos de la futura existencia de En agosto nos vemos, cuando el propio Gabriel había leído pocos días antes en la Casa de América en Madrid, una primera versión del primer capítulo de la novela que ahora comentamos.

 

Cristóbal Pera, en su Nota del editor de este libro, recuerda que la periodista española Rosa Mora, autora de la exclusiva de la que llegaría a ser la obra póstuma del aracatense añadió: “En agosto nos vemos” formará parte de un libro que incluirá otras tres novelas de 150 páginas, que Gabo tiene ya prácticamente escritas, y es probable que incluya una cuarta, porque, según explica, se la ha ocurrido una idea que le atrae. El común denominador del libro es que tratará de historias de amor de gente mayor”.

 

La pregunta de los lectores del libro póstumo de García Márquez es simple y, por lo mismo, complicada. ¿Vale la pena leerla, sí o no? Sin duda los herederos del colombiano tuvieron que desobedecer los deseos de su padre que textualmente dijo —como Kafka a su amigo Max Brod, al que le pidió que quemara todos sus papeles, sus documentos, sus dibujos, sus manuscritos, sus proyectos, ante esta decisión, Brod le dijo que no lo haría—: “Este libro no sirve. Debe ser destruido”.

 

Y los hijos —como tantos otros que en el mundo han sido—, tan “obedientes” con la voluntad paterna, obviamente desdeñaron el deseo de su progenitor. Cuando la gente muere sus instrucciones quedan al arbitrio de los vivos. Y los “vivos” —Rodrigo y Gonzalo García Barcha— explican en su coto prólogo: “No lo destruimos, pero lo dejamos a un lado…”…” Leyéndolo una vez más a casi diez años de su muerte descubrimos que el texto tenía muchísimos y muy disfrutables méritos. En efecto, no está tan pulido como lo están sus más grandes libros. Tiene algunos baches y pequeñas contradicciones, pero nada que impida gozar de lo más sobresaliente de la obra de Gabo…”…”En un acto de traición, decidimos anteponer el placer de sus lectores a todos las demás consideraciones. Si ellos lo celebran, es posible que Gabo nos perdone. En eso confiamos”.

 

De las razones del editor, Cristóbal Pera, ni hablar. Con las de los hijos de García Márquez son más que suficientes. Todo estaba más que definido con lo que el propio autor les había ordenado a sus vástagos: “Este libro no sirve. Debe ser destruido”. El hecho es que En agosto nos vemos se publica diez años después de la muerte del Nobel colombiano. Además, la aparición del volumen coincide con la fecha del cumpleaños de Gabriel José García Márquez, 6 de marzo de 1927, en Aracataca, Colombia.

 

Claro está que el simple hecho de ser la primera obra póstuma del ilustre aracatense, aseguraba el éxito editorial de la misma. En pocas horas Amazon la colocó como el segundo libro más vendido en México. El primero no lo menciono porque no quiero convertirme en promotor de un libro “chafa” de un “autor” producto de un bien remunerado ghost writer. En España, la misma plataforma ubicó al libro en el número 12 en la lista de los más vendidos. En nuestro país, donde falleció el autor de Cien años de soledad, el 17 de abril de 2014, se ofrecen tres versiones de En agosto nos vemos: la impresa por Editorial Diana; la digital, y en formato de audiolibro narrado por el actor mexicano José María de Tavira. El volumen encuadernado cuesta $348.00; 136 páginas.

 

En agosto nos vemos, pese a los expresos deseos de García Márquez

 

A propósito, no quiero abundar en el tema de la novela —llamémosla así—, número once de García Márquez. Me constriño a decir que versa sobre la historia de Ana Magdalena Bach, una mujer casada de 46 años, que cada 16 de agosto visita la tumba de su madre en una isla del Caribe. En cada viaje mantiene encuentros sexuales con distintos hombres que le motivan distintas reflexiones en torno al deseo, la memoria, los lugares y el amor. Nada más, nada menos. Su lectura se hace de un tirón.

 

Las ediciones de Diana, del Grupo Planeta en México, y la española de Penguin Random House, comparten en su portada el mismo dibujo de una mujer que se protege del sol con una sombrilla amarilla, en un cementerio, vestida de blanco. Es de cabellera negra. Se advierten unas lápidas y un gigantesco árbol, como los hay en los panteones de muchos lugares caribeños.

 

A mí me llamó la atención En agosto nos vemos, porque yo nací el 20 de ese mes de 1942. Tan simple como eso. Astrologías aparte. Y creo religiosamente en lo que dijo el colombiano a sus hijos: “La memoria es a la vez mi materia prima y mi herramienta. Sin ella no hay nada”. Y si dijo que “Este libro no sirve. Hay que destruirlo”. Y los hijos no lo hicieron. Así es la vida. Y la muerte. VALE.

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