Revista Personae

A POCO MÁS DE LOS 100 AÑOS DEL NACIMIENTO DE RAY BRADBURY

COMPARTIR

Facebook
Twitter

En los días que corren, la muerte nos acecha por todos los confines. Muchos amigos se han ido sin que pudiéramos despedirnos. Uno de ellos fue mi compadre Juan Marsé, el novelista español que conocí en México cuando la Editorial Novaro le concedió el Premio Novela México, muchos años ya. Hace pocas semanas murió en su adorada Barcelona. En breve publicaré nuestras andanzas en la Ciudad Condal, en compañía de la no menos recordada Luisa María Leal, la paisana que partió demasiado pronto de este mundo.

Envío a PERSONAE esta EX LIBRIS con motivo del centenario del nacimiento de Raymond Douglas Spaulding Bradbury, al que todos conocemos como Ray Bradbury, que llegó a la Tierra un caluroso 22 de agosto de 1920, a las cuatro de la tarde. Fue criatura de tierra caliente, en Waukegan (como el que esto firma), un pequeño pueblo del estado de Illinois, en la costa oeste del lago Michigan. Ray lo llamará Green Town, o Bizancio. Nunca olvidará su lugar de origen. Nunca hay que olvidarlo. En su novela más autobiográfica, El vino del estío, de 1957, rememora las ferias ambulantes que causaban en él una confusa mezcla de pavor y fascinación, y las largas tardes estivales, porque en Waukegan es siempre verano –igual que en Tierra Blanca, Veracruz–, bajo el sol abrasador transcurre la vida en aquella pequeña ciudad estadounidense. Ahora es el momento de discurrir sobre la obra de Bradbury, que falleció en 2012, apenas hace ocho años. Parece que fue ayer.

 

Ray Bradbury

 

Cuando se habla de Ray Bradbury, inmediatamente se piensa en Marte, porque el autor de Fahrenheit 45 y de Crónicas Marcianas, fue el cronista más «marciano» de la literatura del siglo XX. Por simple coincidencia, cuando el autor de ciencia ficción más conocido del planeta cumplió 90 años de edad, en agosto de 2010, concedió una entrevista al periódico Los Ángeles Times, en la que declaró que Estados Unidos de América –su país–, necesitaba una «revolución» que pusiera fin al excesivo gobierno que conduce los destinos de su nación. Y, en plan de demócrata moderno, agregó: «Es necesario recordar que el gobierno debería ser del pueblo, por el pueblo y para el pueblo».  Su muerte, en la ciudad de Los Ángeles, California, en 2012 le impidió, afortunadamente conocer el «gobierno» de Donald Trump. ¿Qué diría ahora en plena campaña electoral, en la que el magnate mentiroso busca la reelección a como dé lugar?

 

En plena era del Twitter y de otras novedades revolucionarias en el campo de la comunicación, paradójicamente, Bradbury, que es considerado uno de los autores clásicos de ciencia ficción, junto a Isaac Asimov, declaraba que no era un ferviente defensor de la tecnología: «Tenemos demasiados teléfonos móviles, demasiada Internet. Deberíamos desembarazarnos de estas máquinas, hay demasiadas».

 

Sin embargo, aprovechó aquella entrevista para reprocharle al gobierno de aquel momento, el de Barack Hussein Obama, que hubiera renunciado al proyecto de volver a la luna: «No deberíamos haber renunciado a eso. Debimos haber ido a la Luna e instalar allí una base para lanzar un cohete con destino a Marte, luego ir allí y colonizarlo».  No sería nada extraño que un asesor de Trump que hubiera leído las palabras de Bradbury haya sugerido al extravagante mandatario que recriminara a la NASA por conformarse con anunciar el regreso de los estadounidenses al satélite de la Tierra, que lo conducente sería enfocar los esfuerzos para dirigirse a Marte. Esta es otra historia.

 

Debo reconocer que la mayoría de los datos biográficos de Bradbury que refiero en esta columna, los leí en la magnífica biografía de José Luis Garci, Ray Bradbury, humanista del futuro, publicada en 1971, obra reconocida por el propio autor de ciencia ficción. Por cierto, esta biografía fue reeditada en Mayo de 2019 por Hatari Books.

 

Ray fue un escritor prolífico –durante casi toda su vida escribió todas las mañanas–, con más de 500 obras publicadas, entre cuentos, novelas, obras de teatro y guiones, ejemplo de una desbordante imaginación que prácticamente nunca dejó de fluir.

En 1949, el entonces joven escritor –con todas las ilusiones del mundo– tomó un autobús que tardó cuatro días para cruzar todo el territorio estadounidense. Su objetivo era buscar editoriales en Nueva York para publicar los relatos que pergeñó desde que la revista Amazing Stories –pionera en lo dio por llamarse Science-Fiction–, le cautivará desde niño.

 

Vivía en la ciudad de Los Ángeles desde cuatro años antes, a donde se trasladó con su familia procedente de Waukegan. La familia era pobre, no contaba con dinero para ir a la universidad. Vendió periódicos en la calle, y tuvo que alquilar una máquina de escribir mecánica Underwood o una Remington, a razón de diez centavos de dólar la media hora, para llevar al papel su desbordante imaginación. Así nació El bombero, primer borrador de Fahrenheit 451, que escribirá como loco en nueve días y se publicaría en 1953. La inspiración de esta su gran obra, confesó en alguna ocasión, la encontró en el incendio de la Biblioteca de Alejandría y en los libros quemados por Hitler en Berlín. El título obedece a que el papel de libros se quema a la temperatura de 451 grados Fahrenheit.

 

Gracias a su histórico viaje a la mítica ciudad de Nueva York, Bradbury pudo escribir una serie de textos dispersos sobre una conquista fantasmagórica de Marte, ambientada en 1999. La Gran Manzana ahora casi diezmada por la pandemia del Covid-19, le sirvió al novelista para que su obra cobrara forma.

 

Cuando Bradbury finaliza ese viaje neoyorquino regresa a Los Ángeles con dos contratos en la bolsa: uno, el del libro de cuentos El hombre ilustrado, y el otro, que en 1950 se titularía Crónicas Marcianas, que nacería a partir de las sugerencias de su agente y de un editor. Al tener ambas historias un carácter unitario, deberían aparecer juntas y formar un todo.

 

La vida de Bradbury siempre giró alrededor de su creación literaria. Y su calidad la reconocieron pronto personajes como Jorge Luis Borges que no dudaron en aceptar la grandeza del autor de ciencia-ficción estadounidense: «¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad?».

 

Temprano y más tarde, Ray siempre estuvo convencido de la continuidad de su trabajo como escritor. En 2009, en su libro En algún lugar, escribió: «Uno se da cuenta de que algunas historias, ya sean relatos, novelas cortas o novelas, se escriben como resultado de un único impulso, claro e inmediato. Otros se desgajan a partir de varios hechos a lo largo de la vida y se unen mucho más tarde para crear un conjunto».

 

En algún lugar, el autor recrea parte de su infancia, la cual por cierto estuvo llena de visiones y sueños terroríficos, incluso se sabe que desde los 12 años comenzó a escribir cuatro horas diarias para sofocar su imaginación, y vendió su primer relato a los 21 años de edad. Entre los premios más importantes que Bradbury recibió en vida, están el Gandalf de Fantasía en 1980; Jules Verne en 1984, el Bram Stocker en 1989 y en el 2003, así como una mención especial al Premio Pulitzer por su «distinguida, prolífica y profundamente influyente carrera como un incomparable autor de ciencia ficción y fantasía. Es decir, fue un auténtico creador literario al servicio de la pluma seguro de su tarea: «Lo que funda toda escritura es el amor, hacer lo que amamos y amar lo que hacemos. Olvidarse del dinero. En mis comienzos, yo ganaba 30 dólares por semana, y mi novia era rica, pero le pedí que hiciera voto de pobreza para casarse conmigo», como si hubiera sido una novicia a punto de entrar en un convento, solo que en este caso la novicia prefirió el casamiento sacrificando su voto de castidad. ¡Qué cosas!

 

Es más, Bradbury no creía ni luchaba por la acumulación de riqueza y de lujos: «Entonces –dijo–, no teníamos ni auto ni teléfono, vivíamos en un departamento pequeño en Venice, pero la estación de gasolina, enfrente, tenía una cabina telefónica, e iba corriendo a atender cuando repiqueteaba y la gente creía que me llamaba a mi oficina. Les repito, rodéense de quien los quiera, y si no los quieren, córranlos».

 

Un personaje nada común-Ray Bradbury se declaró, toda su vida, como una persona apasionada y no como un intelectual, y supo contagiar entusiasmo por una labor en la que, a su parecer, la relajación y el inconsciente son esenciales, como afirmó en Zen en el arte de escribir, Editorial Minotauro, 1995: «Si no escribiese todos los días, uno acumularía veneno y empezaría a morir, o desquiciarse, o las dos cosas. Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya». Redactando, en su caso, otro tipo de realidades: las fantásticas. Y con una disciplina y regularidad increíbles desde que, a los doce años de edad, empezara a escribir en una máquina mecánica por lo menos mil palabras durante el resto de su vida. Murió, como ya se dijo, en 2012 en Los Ángeles, California, teniendo muy claro que el único fracaso en la escritura consiste en detenerse, en abandonar las letras.

 

Ray Bradbury

 

El centenario del nacimiento de Bradbury –que por coincidencia nació el mismo año que mi padre, don Vicente González Medel, que fue conductor de trenes de ferrocarril, otra profesión maravillosa–, se festejó en España el 22 de agosto de este pandémico 2020, con la edición por la editorial Nórdica del relato El sonido del trueno, con ilustraciones de Elena Ferrándiz. Este no es un texto más de Bradbury, pues dio lugar a la teoría del «efecto mariposa» –que originalmente se publicó en 1952, adelantándose al estudioso que acuñó el término más de una década después, Edward Lorenz–, y motivó reacciones entusiastas de autores como Stephen King, que dijo sobre el libro: «El sonido que escucho hoy son los atronadores pasos de un gigante que se desvanecen. Pero las novelas e historias permanecen, en toda su resonancia y extraña belleza». Un centenario que había de recordar. VALE.

 

CULTURA

Núm. 292 – Marzo 2024