SIMULACIÓN E IMPUNIDAD:
Corrupción ¿El huevo o la gallina?
- REPORTE POLÍTICO
- octubre 2021
- Juan Danell
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El ser humano no es que nazca casto y puro, o perverso y corrupto por naturaleza, conceptos éstos, bíblicos, divinos, que con su calificación inducen el sello futuro para el nuevo Ser en lo individual y lo social. Se es o no se es, bueno o malo. Y, precisamente, en esta disyuntiva es en la que se anula la esencia del Ser humano como Ser pensante y racional en sociedad, que en su aparición en este escenario está ajeno a esas conductas, pasiones y sensaciones, porque nace con los sentidos fundamentales vírgenes -vista, gusto, tacto, olfato y oído- articulados y coordinados por la capacidad de raciocinio con la estructura que le da la capacidad biológica, anatómica, evolutiva y genética para aprender, entender, razonar y procesar el conocimiento y entendimiento de su entorno natural, sensorial, espiritual, material y social: esa es su función central desde la primera inhalación al abandonar el útero.
Las virtudes clasifican, exaltan, la parte buena de la humanidad en lo individual y lo social, establecido así de manera convencional por los sistemas de producción a lo largo de la historia. Con ellas no existe problema en las relaciones sociales, económicas y políticas, pues todo apunta a hechos universales concebidos como positivos en la interrelación de las personas en sociedad.
El lado contrario, la maldad, que encierra la parte oscura, negativa, también concebida así de manera convencional en los diferentes períodos de la civilización, se traduce en un flagelo y lastre para lo que se considera el sano desarrollo de la humanidad. Y es, precisamente, en este ámbito en el que se debate entre los Estados, gobiernos, empresas y la llamada sociedad civil, las relaciones sociales de producción, conducta y convivencia globales.
En la sociedad moderna, el capitalismo como sistema dominante se ocupa con frecuencia en erigir a la corrupción como el mayor de los males de la sociedad, y sus emisarios centran ese mal en el Ser individual, considerándolo como algo con lo que nace, es decir, que el hombre es corrupto por naturaleza; nace corrupto y extiende esa práctica a su entorno social, económico y político. De esta forma simplista y reduccionista, el capital se lava las manos de las atrocidades que se derivan de un ejercicio propio del intercambio de mercancías, de las relaciones de poder intrínsecas del mercadeo de valores materiales y espirituales, es decir, del capitalismo.
Señalar a la persona individuo como corrupta por naturaleza, es decir, que nace corrupto, esconde, oculta, la esencia de esa conducta gestada en la ambición de acumular la mayor cantidad de poder y propiedad privada (léase riqueza).
António Guterres, secretario General de la Organización de las Naciones Unidas se ha referido a la gravedad de la corrupción global, como algo devastador que frena el desarrollo de los países y en muchos casos los hunde en la miseria.
En 2019 Paul Mauro, subdirector; Paulo Medas, subjefe de División, y Jean-Marc Fournier, Economista, todos del Departamento de Finanzas Públicas del Fondo Monetario Internacional (FMI), publicaron una investigación sobre el tema, en la que concluyeron que frenar la corrupción puede producir grandes beneficios fiscales: “nuestra investigación sugiere que los ingresos son mayores en países percibidos como menos corruptos: los gobiernos menos corruptos recaudan un 4% del PIB más en impuestos que aquellos con el mismo nivel de desarrollo económico, pero niveles de corrupción más altos. Algunos países han progresado en los últimos 20 años. Si todos los países redujeran la corrupción del mismo modo, podrían ganar un billón de dólares en ingresos fiscales que actualmente se pierden, lo que representa el 1.25% del PIB mundial”.
El Foro Económico Mundial, fundado por Klaus Schwab en enero de 1971 y desde entonces reúne cada año en Davos, Suiza, a los dueños del capital global, en 2017 consideró que la corrupción en el mundo significa 5% del PIB, que se traducía en ese momento en 3.6 billones de dólares.
La traducción de esto, desde esa óptica, en las relaciones de las personas se limita a la interacción de la sociedad civil con las diferentes instancias de gobierno, para ejemplificar la gravedad de esa práctica. En realidad, la corrupción ha permeado hasta las fibras más profundas de la conducta social y bien se pudiera decir que ya está alojada en la superestructura de la sociedad.
Al caso se ajusta lo que Transparencia Internacional da como botón de muestra sobre esto y explica que “alrededor de 90 millones de personas en América Latina hicieron alguna entrega indebida de dinero durante 2016 para tener acceso a servicios básicos. Este fenómeno ocurrió con mayor frecuencia en México y República Dominicana, según reportaron encuestas de estos países, en 51% y 46%, respectivamente”.
En el mismo tenor el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO) y el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), coinciden en que “los mexicanos destinan 14% de sus ingresos a desembolsos ilícitos”. En 2017 el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI -México-) publicó los cálculos que realizó sobre este tema y su resultado fue que “el costo de la corrupción -medido en pagos indebidos- para los mexicanos fue de 2,273 pesos anuales per cápita”, es decir, unos 300 mil millones de pesos.
Hasta aquí, la corrupción se remite a una transacción económica en la que uno impone una retribución ilegal, por algo y el otro lo paga, sean individuos o empresas en operaciones con funcionarios públicos de todos los niveles. Pero esto no queda ahí, sucede en todos los sectores y niveles sociales de los países, más allá de las relaciones de la sociedad civil con el personal, funcionarios e instancias de gobierno. La corrupción se aloja ya en la conducta como una práctica común establecida en el derrotero cotidiano de las personas, incentivada generalmente por los propios gobiernos con la simulación de castigos y la impunidad que resulta de ello.
El Banco Mundial, uno de los organismos financieros globales más importantes del sistema capitalista, define la corrupción como “el abuso de un cargo público para obtener beneficios privados y abarca una amplia gama de comportamientos que van desde el soborno hasta el hurto de fondos públicos”.
Transparencia Internacional en su ranking sobre la corrupción observa que ninguno de los 180 países que analiza tiene el ciento por ciento de honestidad, señala que 70 por ciento de las naciones no cumple con el mínimo aceptable de probidad. El caso es que no existe nación, Estado y/o Gobierno que no esté corrompido y esa práctica representa una amenaza para la seguridad pública y vulnera la confianza de la sociedad civil en los gobiernos, lo cual es aún más grave debido a la proclividad a la violencia de las personas cuando se pierde la figura de la honestidad del poder.
Y si bien es verdad que se han estructurado y establecido normas y leyes para fortalecer la transparencia y las sanciones por no responder los reclamos de la sociedad civil ante los actos de corrupción, también lo es que cada vez con mayor frecuencia y consecuencias dramáticas, se incumplen por la simulación de los gobiernos en la aplicación de las sanciones, lo que nutre la impunidad en todos los niveles de la gobernanza. Con ello se pierden paulatinamente los valores éticos y la confianza de la sociedad en el Estado de Derecho.
Simulación e impunidad conforman en las sociedades modernas el binomio contumaz que fortalece la corrupción: son el lubricante de esa maquinaria que está en manos de los gobiernos para mantener los esquemas de corrupción, y que los retroalimenta con herramientas de la demagogia discursiva que a fuerza de costumbre corrompen la esencia del Ser y atrofian las relaciones sociales, económicas y políticas de la sociedad, como ha sucedido en toda la historia de la civilización, hasta posicionarla como una costumbre, por la frecuencia con que se practica en todos los ámbitos de la vida en sociedad.
Si en verdad los Estados y gobiernos pretendieran, cuando menos, erradicar la corrupción para sanear las estructuras sociopolíticas y económicas de los países y dar paso a un desarrollo sostenible y humanista, que les permita armonizar y vigorizar las relaciones sociales de producción en un clima de justicia y democracia, debieran combatir de frente la simulación e impunidad en la aplicación de las leyes, pero para ello, primero, es fundamental que los gobernantes dejen de mentir.
POLÍTICA
SANTOS MONDRAGÓN
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