CABEZA:
Lesa humanidad
- REPORTE POLÍTICO
- mayo 2020
- Juan Danell
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Decidir como política de salud general ‘quién vive’ y ‘quién muere’ con base en la edad y vulnerabilidad de las personas por causas crónico-degenerativas en situaciones de contingencias sanitarias, a pesar de, cuyo posible origen no sea por razones antropogénicas, además de ser inaceptable, es una canallada, es un acto de lesa humanidad que bien se puede ver como genocidio, puesto que va dirigido a un grupo social específico, independientemente del número que represente del total de individuos que constituyan la población del lugar donde se adopta tal medida.
Esto deja ver el salvajismo de los Estados capitalistas, que por sistema están preocupados y ocupados en mantener su tasa de plusvalía sin importar el costo social, léase vidas humanas y condiciones de subsistencia del grueso de la sociedad, que anteponen la ganancia a la existencia misma de las personas.
Y eso queda claro cuando los Estados deciden adoptar una medida en la que se condene a la muerte a un segmento de la sociedad, pretextando incapacidad para enfrentar un brote virulento global por no contar con infraestructura hospitalaria e insumos para los tratamientos de las personas infectadas, como ya sucedió en los países desarrollados, como España e Italia, que pertenecen al selecto grupo de naciones altamente industrializadas y por tanto son vanguardia tecnológica, cuyos procesos de producción son tan avanzados que a través de la tecnología pudieran resolver en poco tiempo eventualidades como la necesidad de fabricar en serie los volúmenes necesarios de aparatos, instrumental e insumos requeridos para salvar vidas en los hospitales, así como construir éstos en breves periodos, como lo hizo China.
Un elemento que se debe considerar en ese acto de abandono de los ancianos durante la pandemia es que los gobiernos no quieren invertir en los tratamientos. Datos de la AMIS (Asociación Mexicana de Instituciones de Seguros), en el caso de México, precisa que de acuerdo con estimaciones que se hacen en los seguros médicos de gastos mayores, el costo del tratamiento de un paciente con coronavirus es de 350 mil pesos.
Por ello prefirieron salir del problema por la puerta fácil de simplemente privilegiar un segmento de la sociedad, los jóvenes, por encima del que consideraron más vulnerable, los ancianos y las personas con enfermedades crónico-degenerativas como diabéticos e hipertensos en primer lugar, y para hacer esa selección argumentaron la esperanza de vida productiva: los primeros con un espectro de 25 a 35 años; los segundos con una probabilidad máxima de 15 años.
En esta argumentación, queda claro una vez más, que lo importante para los Estados capitalistas, es la producción de valor, de ganancia. Desechan a los seres humanos como cualquier mercancía que considera llegó al final de su vida útil, de su vida productiva. Como cuando los muebles de un hogar son reemplazados después de haber dado confort por un periodo determinado, no importa si aún pueden brindar comodidad.
Pero la canallada más vil de esas políticas públicas de salud es que un grupo de “sabios y estadistas” dictan por acuerdo la medida y obligan a que sean los médicos, que están en la línea directa de la atención de la contingencia, quienes tomen la decisión de a quién atenderán para que viva y a quién dejarán morir, bajo los criterios establecidos en el ordenamiento. Para los familiares y la propia sociedad, el médico queda como el responsable directo de esos decesos, cuando en realidad fue presionado y obligado por una disposición gubernamental para hacerlo, contraviniendo leyes nacionales y tratados internacionales, así como sus propios principios éticos y humanitarios.
Con eso se contraviene todo lo escrito y establecido en defensa de la vida humana. En las legislaciones y textos de los acuerdos mundiales se privilegia por encima de todo derecho el de la vida humana. Filosófica y científicamente la vida es la base sustancial de la preservación de la especie, atentar contra ella es una acción contranatural que la pone en peligro de extinción.
En términos socioeconómicos, dictar ese tipo de medidas conlleva la descomposición e inestabilidad de la sociedad, porque germina la semilla y aloja en la conciencia de las personas la extrapolación social en grupos definidos: los que tienen por decreto derecho a vivir y los que por la misma razón no lo tienen, así los jóvenes reclamarán su privilegio frente a los ancianos, no sólo en la coyuntura crítica en las salas de emergencias médicas, sino en la vida cotidiana, en los servicios, en las oportunidades laborales, en la política, en fin, en todas las actividades humanas.
Con esas medidas queda claro que la vida de las personas, en este caso las de edad avanzada, no son prioridad para los dueños del capital, que por cierto ante la emergencia sanitaria sobreponen el interés de continuar con los procesos productivos que les generen utilidades, por encima de las medidas preventivas para frenar el contagio.
Desestiman acuerdos fundamentales para garantizar el respeto a la vida de las personas de edad como los contenidos en la Declaración Política y Plan de Acción Internacional de Madrid sobre el Envejecimiento, que en 2002 firmaron 164 países, entre ellos México y cuyos principios centrales son: “las personas de edad deben recibir un trato justo y digno, independientemente de la existencia de discapacidad u otras circunstancias, y ser valoradas independientemente de su contribución económica; tener en cuenta las necesidades de las personas de edad y respetar el derecho a vivir dignamente en todas las etapas de la vida”.
El objetivo 1 de su Artículo 55 dicta: “Igualdad de acceso de las personas de edad a los alimentos, la vivienda y la atención médica y otros servicios durante y después de los desastres naturales y otras situaciones de emergencia humanitaria”.
El Artículo 58 determina: “Las personas de edad tienen pleno derecho a contar con acceso a la atención preventiva y curativa, incluida la rehabilitación y los servicios de salud sexual. El pleno acceso de las personas de edad a la atención y los servicios de salud, que incluye la prevención de las enfermedades, entraña el reconocimiento de que las actividades de promoción de la salud y prevención de las enfermedades a lo largo de la vida deben centrarse en el mantenimiento de la independencia, la prevención y la demora de las enfermedades y la atención de las discapacidades, así como el mejoramiento de la calidad de vida de las personas de edad que ya estén discapacitadas. Los servicios de salud deben incluir la capacitación del personal necesaria y recursos que permitan atender las necesidades especiales de la población de edad”.
En el caso de México, el párrafo cuarto del artículo 4o. de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos garantiza para todas las personas el derecho a la protección de la salud. En su segunda parte, dicho párrafo ordena al legislador definir las bases y modalidades para el acceso a los servicios de salud, así como disponer la concurrencia entre los distintos niveles de gobierno sobre la materia, de acuerdo con lo establecido en la fracción XVI del artículo 73 constitucional. Su texto es el siguiente:
“Toda persona tiene derecho a la protección de la salud. La Ley definirá las bases y modalidades para el acceso a los servicios de salud y establecerá la concurrencia de la Federación y las entidades federativas en materia de salubridad general, conforme a lo que dispone la fracción XVI del artículo 73 de esta Constitución”.
A partir del Derecho a la Salud, corresponde al Estado asegurar la asistencia médica una vez que la salud, por la causa que sea, ha sido afectada como señala el derecho a la atención o asistencia sanitaria. Esto genera la obligación del Estado de preservar el bien jurídico protegido por la Constitución, es decir, la salud; tal protección supone la obligación estatal de abstenerse de dañar la salud, que es una obligación negativa; de la misma manera, hace nacer la obligación —positiva— de evitar que particulares, grupos o empresas la dañen.
Pero al hablar de las personas de edad expuestas a la determinación de relegarlas en la atención médica que pudiera salvarles la vida, es importante dimensionar este grupo social en números. Las estadísticas de los organismos internacionales como la OMS, ONU, Banco Mundial, Unicef, FAO lo ubican en un universo de 800 millones de personas de la llamada tercera edad en el mundo. En el caso de México, se contabilizan alrededor de 16 millones de ancianos.
En ambos casos, esa población que rebasa los 60 años de edad, razón por la cual las medidas gubernamentales emanadas de la crisis pandémica determinan dejarla morir, pretender borrar de la historia y la memoria de la sociedad que los ancianos de hoy fueron los jóvenes de ayer que construyeron el mundo que habitamos y disfrutamos, que dejaron sangre, sudor, alegrías, frustraciones, anhelos, esperanzas, sueños, realidades, sufrimientos, pero sobre todo ganas de vivir y progresar en cada uno de los granitos de arena que aportaron para que el mundo sea tal cual lo conocemos, pertenecemos y no dejamos de trascenderlo en busca de algo mejor.
Ante ello, la explicación, que no justificación, posible a la determinación de quienes integran el Consejo de Salubridad General, expuesta en el proyecto de la Guía Bioética de Asignación de Recursos de Medicina Crítica, que plantea que los pacientes con Covid-19 más jóvenes han de recibir atención de cuidados intensivos sobre pacientes de mayor edad y sobre todo de aquellos que sean mayores de 60 años y presenten enfermedades como diabetes, hipertensión u otro padecimiento crónico-degenerativo; es que tal medida responde a la ineptitud de un Estado limitado, que se va por la salida fácil de condenar a un sector social que representa alrededor de 20 por ciento de la población nacional antes que explotar al máximo las medidas económicas y de inversión pública para crear con urgencia infraestructura y equipos para satisfacer la necesidad de los tratamientos y salvar vidas, antes que arrancarlas de su plenitud.