Revista Personae

CÍRCULO PERVERSO

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Ahora todo es puro monte. Los caminos, reducidos a senderos, ya no se pueden andar más que a pie y algunos sólo a golpe de machete. Y, hasta eso que las parcelas y potreros enmontados, tupidos de hierba, matojos y chaparrales en la rica gama de verdes esmeraldinos, olivo, pálidos, cenizos y uno que otro azuloso a la distancia gratifican la vista de esos parajes del trópico húmedo por la expresión salvaje del retoño de la maleza nativa de la región, que por décadas se abrió a la agricultura y la ganadería.

En los últimos treinta años, a paso acelerado la naturaleza recupera terreno, pero sólo esos terrenos, producto del abandono de las actividades primarias que ya no pudieron sostener campesinos y pequeños propietarios de ganado, unos debido a lluvias estériles por escasas, otros por invalidez de los mercados para resarcir su economía, por precaria que pudiera ser, pero los mantenía asidos a la tierra para arrancarle los frutos que habrían de sostenerlos en esas labores, activos en ese entorno: hoy sus cosechas menguadas por falta de insumos para el cultivo ya no valen, y los precios del ganado en pie están muy castigados.

 

Círculo perverso

 

Es un abandono paulatino que se mueve en un círculo perverso. Se diseñan políticas públicas con programas de apoyo para la producción de alimentos, que se quedan en eso, en panfletos prometedores de soluciones a las crisis económicas y sociales que arrastra de siempre el sector productivo del campo, y terminan en dádivas famélicas, subsidios a la pobreza que van a parar a las urnas electorales en tiempos de renovación de poderes.

Pero los alimentos son el negocio fundamental de la humanidad, por la importancia para su existencia, y quien domine su producción, domina a sociedades, estados y gobiernos. De ahí que los procesos para obtenerlos se industrialicen de manera acelerada, y para industrializar la agricultura y la ganadería se requiere de la compactación de grandes superficies de tierras laborables que puedan ser tecnificadas, ahora con inteligencia artificial y tecnología digital, con un mínimo de mano de obra, de trabajadores; para darles mayor rentabilidad.

Y en esos objetivos perseguidos por los dueños del capital, el minifundismo y todo lo que lo sustenta, resultan un gran obstáculo para los inversionistas que van por ese negocio de la producción de alimentos y requieren de enormes superficies que les permitan dominar el mercado de básicos por el volumen que puedan obtener de éstos: entre más grande, más poder económico para someter ese comercio a sus intereses.

 

Círculo perverso

 

En México, el promedio de tenencia de la tierra es de cinco hectáreas por campesinos, y de este segmento existen alrededor de cinco millones de ellos. Ya desde los años de la década de los 80 los gobiernos de ese tiempo señalaban, asesorados por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional que el minifundismo era el principal lastre para el desarrollo agropecuario del país. Planteaban la urgencia de reducir la población rural, léase número de productores del campo, a un máximo de 5% de la población total, con el objetivo de compactar grandes superficies que alentaran la inversión empresarial en este sector.

Pero en esos tiempos la legislación que regía la tenencia de la tierra, no lo permitía, por la estructura legal y productiva del campo, determinada por la instauración de ejidos y comunidades que por mandato del Artículo 27 de la Constitución, estas formas de propiedad no se podían vender, rentar o asociar con el capital privado. Situación que cambió de manera radical a partir de la reforma de esa ley en 1992, con lo que se permitió la venta de los ejidos y comunidades, por lo que el proyecto gubernamental para este sector le apostó a que los campesinos minifundistas, siempre con un precario nivel de vida, venderían sus parcelas al mejor postor y eso cumpliría el sueño dorado de los organismos financieros internacionales de que la inversión podría crear latifundios. Pero no fue así.

Y aunque la migración del campo a la ciudad, originada por las condiciones de pobreza y marginación que prevalecen en el medio rural, ha significado una reducción importante del número de habitantes del campo, que en 1950 representaba 57% del total de la población del país y para 1990 era de 29%, en el censo de 2020, se ubicó en 21%: un porcentaje muy lejano del 5% recomendado y pretendido desde hace más de 40 años por el Banco Mundial y el FMI.

Pero ahora hay ingredientes que apuntan a acelerar aún más esa migración rural y que se pueden ver en el abandono de las parcelas, ahora enmontadas y susceptibles de ser vendidas al precio que sea, porque al fin de cuentas ya no producen, aunque sus tierras sean de muy buena calidad agrícola o propicias para el pastoreo de ganado y ya no existe traba legal alguna para privatizar ejidos y comunidades, y compactar grandes superficies en unos cuantos inversionistas. Pareciera que para allá va el camino hecho sendero de lo que fueran campos agrícolas y ganaderos del sector marginado del medio rural.

POLÍTICA

Núm. 300 – Noviembre 2024